Hacia un mundo más salvaje pero más humano
La intensificación del suelo y el abandono rural, dos fenómenos muy relacionados que resultan claves para el mantenimiento de la biodiversidad, las funciones que esta sustenta y los servicios ecosistémicos que nos ofrece la naturaleza.
Autoría: Eneko Arrondo
Fuente: Ecomandanga
La población humana, al menos de momento, sigue creciendo y, a golpe de revolución tecnológica, nuestro modo de vida se ha vuelto cada vez más urbano modificando nuestra relación con el medio natural. En este contexto se producen, especialmente en los países occidentales, dos fenómenos antagónicos pero simultáneos y que son igualmente imparables.
En primer lugar, en determinadas regiones, los humanos intensifican el uso que hacen de los recursos naturales. De esta forma, las ciudades se expanden, aumenta la cantidad de suelo destinado a usos industriales, la superficie dedicada a la producción de alimentos de forma intensiva crece, y se propagan los cultivos en regadío o bajo plástico a la par que se incrementa el tamaño y el número de granjas ganaderas estabuladas. En estas áreas, el componente natural ha sido prácticamente extirpado y solo queda impulsar la mitigación de ciertos impactos graves como la contaminación de suelos, aire o agua.
En el extremo contrario, las zonas más inaccesibles e improductivas, como las áreas de alta montaña, están siendo abandonadas y la actividad humana se reduce o incluso desaparece. A este fenómeno se le conoce popularmente como rewilding (renaturalización en castellano), si bien este es un término polémico ya que se ha utilizado para definir escenarios muy diferentes bajo el cual se han amparado incluso proyectos cuyos objetivos distan mucho de la conservación medioambiental. Para evitar esta controversia, este texto se apoya en dicho concepto para referirse exclusivamente al proceso de abandono rural, dejando para otra ocasión la homérica tarea de establecer qué es y qué no es el famoso rewilding. No cabe duda de que el abandono rural conlleva beneficios para la biodiversidad. Por ejemplo, la desaparición de actividades humanas como la ganadería genera un nicho vacío para aquellas especies que, por una u otra razón, han sido perseguidas activamente por nuestra especie, como es el caso de muchos ungulados y grandes carnívoros . No obstante, el abandono no es la panacea de la conservación medioambiental y entraña sus propios riesgos. Siguiendo con los ejemplos anteriores, la proliferación de ungulados puede generar una situación de sobreabundancia si no va acompañada de un incremento similar en las poblaciones de sus depredadores naturales como los lobos. Sin embargo, la vuelta de esos depredadores puede generar conflictos con la población rural remanente que no pueden ser obviados. En cuanto a la vegetación, el abandono supone el desarrollo de formaciones vegetales arbustivas y conlleva la acumulación de combustible ante un posible incendio. Este punto es de especial gravedad en el actual contexto de cambio climático donde la virulencia de los incendios forestales se prevé que aumente.
Parece, pues, que estamos abocados a elegir entre un territorio desnaturalizado o uno salvaje condenado a quemarse, sin que quepa opción intermedia. Pero lo cierto es que tanto la intensificación como el abandono son extremos de un gradiente con fronteras difusas. Es decir, la mayor parte del territorio no se encuentra totalmente intensificado o totalmente abandonado, sino que el grado en el que un territorio se intensifica o abandona depende del contexto regional y está sujeto a múltiples variables de carácter socioeconómico y ecológico. De hecho, en algunos lugares, en cuestión de unos pocos kilómetros, encontramos terrenos abandonados y otros intensificados. Entre ambas situaciones, encontramos zonas de interfase y mosaico que son las que ofrecen mayores posibilidades sobre las que trabajar y generar socioecosistemas que compatibilicen la población humana con altos niveles de biodiversidad. Pero es en este punto donde aparece la segunda dicotomía de este texto. Y es que existen dos corrientes principales sobre cómo manejar estas áreas.
Por un lado, están quienes creen que el paisaje se debe gestionar de una forma activa en su totalidad y no conciben un territorio sin intervención. Suelen tener una visión utilitarista del medio natural y todo lo que no suponga un beneficio directo para los humanos resulta prescindible. No es raro, por ejemplo, escuchar expresiones como “el monte está sucio” para referirse al estrato arbustivo. Sin embargo, los arbustos, los árboles viejos o la madera muerta son fundamentales en términos ecológicos. Por tanto, este paradigma de gestión ambiental es incompleto y aspira a ajardinar el paisaje más que a conservar ecosistemas. Además, es también habitual que esta cosmovisión del medio natural idealice el pasado siendo doblemente víctima del síndrome de las bases cambiantes y del síndrome de la edad de oro. Para sus defensores, cualquier tiempo pasado fue mejor y por eso suelen invocar los usos tradicionales, especialmente los agroganaderos y silvícolas, como la mejor herramienta para conservar el medio natural. Pero olvidan que estos usos no fueron tan respetuosos con el medio como tendemos a pensar y, por ejemplo, la persecución de los depredadores era radical y sin cuartel. Sin olvidar que la dependencia de las personas de los recursos naturales era mucho más directa e intensa. Por eso se cultivaba cualquier terreno donde una mula pudiese caminar y se pastaba hasta la última brizna de hierba generando un paisaje pobre y erosionado. El ejemplo paradigmático de estos usos tradicionales pero intensivos lo representan la leña y el carbón vegetal. La necesidad de combustible en los hogares, tanto para calentar como para cocinar, conllevaba la extracción de madera del monte en dimensiones (hasta dos kilos de madera por persona y día) que hoy somos incapaces de imaginar desde nuestros hogares electrificados. Se olvidan también de que si ciertos usos se han abandonado es porque se han vuelto inviables o se encontraron mejores alternativas. Por seguir con el anterior ejemplo de la mula, las pendientes en las que podía arar este animal no son transitables para la actual maquinaria pesada utilizada en agricultura moderna. Del mismo modo, es mucho más sencillo calentar un hogar mediante el butano que con una estufa de leña. A esto hay que añadir una verdad dolorosa, y es que el paso de una economía de subsistencia (o casi) a una economía de mercado ha hecho que la producción de ciertos productos en ciertas áreas tenga unos costes insostenibles e imposibles de rentabilizar incluso aunque estén subsidiadas gracias a políticas como la PAC. Por tanto, a grandes rasgos, la idea de volver a un paisaje parecido al de nuestros abuelos, ni es deseable ni parece posible.
De forma totalmente opuesta, ciertos sectores promulgan una visión igualmente idílica del abandono. Es decir, cuanto más abandonemos el territorio, mejor. Esta perspectiva sencillamente no es realista. No solo una mayor masa vegetal supone una mayor peligrosidad de incendios forestales como ya se ha relatado, sino que el abandono generalizado es imposible en un territorio en el que todavía habitan miles de personas. Pese a la disminución de la población rural de las últimas décadas, son muchas las personas que viven en pueblos y defienden su derecho a permanecer en la tierra de sus ancestros y, para ello, inevitablemente harán uso del espacio de una u otra forma. A eso habría que añadir diferentes usos secundarios, que son inherentes a nuestra actual forma de vida (tanto urbana como rural) y que, en suma, componen una vasta superficie antropizada. Valgan como ejemplo, las redes viarias y eléctrica que en conjunto suponen miles de kilómetros lineales (y cuadrados) antropizados, segmentando y subdividiendo el paisaje hasta hacer inverosímil ese hipotético paisaje virgen de actividad humana. Además, se evita asumir que, con mucha probabilidad, hay ciertos elementos del medio natural que ya hemos alterado para siempre y no hay manera de recuperar. Podemos empeñarnos en sustituir especies que ya hemos extinguido como la megafauna prehistórica por otras que cumplan funciones ecológicas más o menos similares, pero el ecosistema que generemos no alcanzará el estado prístino u original sino que será otro subproducto humano más, cuyas consecuencias ecológicas son cuanto menos difíciles de predecir. A esto hay que añadir el efecto contrario, es decir, todas las especies que hemos introducido intencionada o accidentalmente y que también desdibujan o redibujan los ecosistemas haciendo necesaria su gestión activa.
En el fondo, ambas opciones no dejan de ser soluciones simples para problemas complejos, balas mágicas igualmente imposibles. La solución óptima inevitablemente debe, pues, incluir poblaciones humanas poco densas y cuya acción sobre el medio tenga un impacto bajo. En estas áreas, eminentemente rurales, se desarrollarían actividades de reciente desarrollo como el turismo o la producción de energía renovable, pero el principal empuje socioeconómico debería estar marcado por un sector primario que permita no solo el beneficio económico sino el mantenimiento de ecosistemas sanos y diversos. En este sentido, si bien los usos tradicionales deben servir como hojas de ruta, se han de marcar diferencias cruciales con ellos pues, como se ha explicado, la conservación de la naturaleza no es una de sus prioridades. A modo de ejemplo, los conflictos humanos-fauna como el que históricamente enfrenta a ganaderos y grandes depredadores han de resolverse de forma que ambos puedan coexistir. Por tanto, hay que descartar la persecución directa de los depredadores. De igual modo, ha de entenderse que van a seguir (y deben seguir) existiendo parches abandonados en aquellas zonas más remotas o improductivas. Estos parches, que actuarían como reservorios de biodiversidad, no se han de entender como reliquias sagradas que no se pueden tocar y, por tanto, pueden estar sujetos a medidas de gestión puntuales (quemas prescritas, reintroducción de especies extintas, eliminación de especies invasoras, etc.) cuyo único fin principal sea la conservación y no el beneficio económico. De igual modo, es inevitable la existencia de zonas completamente intensificadas, especialmente en las periferias de las grandes urbes y junto a los ejes de comunicación y transporte. Por tanto, el paisaje futuro sería un mosaico compuesto por zonas intensificadas, zonas abandonadas y áreas donde la actividad humana persiste pero es de baja intensidad y resulta compatible con la biodiversidad. El mantenimiento de estas áreas intermedias tan solo será posible mediante grandes cantidades de comprensión y generosidad. De un lado, sus habitantes han de comprender que tienen la obligación de conservar el patrimonio natural de todos y que, por tanto, han de aceptar ciertas limitaciones en el tipo e intensidad de sus actividades económicas. Del otro, la población urbana y el resto de la sociedad debemos reconocer ese esfuerzo mediante el pago de precios justos por los productos de allí provenientes y siendo respetuosos con las formas de vida locales y no considerar estos espacios como parques de atracciones para urbanitas. Igualmente, las administraciones han de hacer un doble esfuerzo dotando a estas áreas intermedias de servicios que permitan una vida digna a sus habitantes, al mismo nivel que el resto de ciudadanos, y articulando herramientas legales que las protejan de procesos especulativos dependientes de modas turísticas, cambios en el mercado agroalimentario o booms constructivos como el que se vive en estos momentos en torno a las energías renovables. Todo ello requiere, además, una importante planificación a largo plazo que no se puede medir en ciclos electorales. Puede que estas reflexiones sean matizables o incluso estén equivocadas. Pero, lo que no cabe duda es que, en el actual proceso de cambio global y crisis climática, es necesario un nuevo paradigma en la ordenación del territorio para adaptarnos a los retos del futuro. Y esta nueva forma de entender el paisaje ha de ser, irremediablemente, más salvaje, pero más humana.
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