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Fotografía ilustrativa del artículo
| 27 Dic 2021

El caballo de Atila y los desastres ambientales modernos

La actividad humana ha generado lugares y momentos donde “no crece ni la hierba”, pero qué duda cabe de que la era de la industrialización y sus vertiginosos avances tecnológicos han aumentado la frecuencia e intensidad de estos desastres ecológicos.

agricultura intensiva , desastres ecológicos , minería

Autoría: Eneko Arrondo

Fuente: Ecomandanga

Cuenta la leyenda que por donde pasaba Othar, el caballo de Atila, el rey de los hunos, no volvía a crecer la hierba. Esta afirmación, que no deja de ser un mito, podría tener sin embargo visos de realidad. El ejército huno estaba compuesto fundamentalmente de caballería, pudiendo alcanzar los quince mil jinetes, lo que supone el doble o más de caballos entre monturas de refresco y acarreo de sus pertrechos.

A todo ello habría que añadir un tren de suministros que sin duda incluiría una cantidad importante de caballos. En suma, las hordas hunas formarían una suerte de rebaño equino de decenas de miles de cabezas. Semejante multitud de animales consumiría una ingente cantidad de pasto y, además, produciría un brutal pisoteo del terreno haciendo factible que, efectivamente, por donde pasase el caballo de Atila (y toda su horda) se convirtiese en un erial devastado en el que nada podría crecer, al menos en un tiempo.

Obviamente no hay fotos de Atila ni de su caballo, pero esta ilustración nos puede ayudar a imaginar lo que serían decenas de miles de caballos trotando y comiendo. Foto: Pixabay.

Desastres ecológicos modernos, los otros caballos de Atila.

Desde los albores de nuestra especie, la actividad humana ha generado lugares y momentos donde “no crece ni la hierba”, pero qué duda cabe de que la era de la industrialización y sus vertiginosos avances tecnológicos han aumentado la frecuencia e intensidad de estos desastres ecológicos.

Cuando nos referimos a desastres ecológicos causados por el ser humano, el imaginario popular suele recaer en los accidentes nucleares de Chernóbil o Fukushima. Sin embargo, paradójicamente, estos dos sucesos tuvieron más efectos positivos que negativos para la biodiversidad (al menos a largo plazo). El abandono humano casi completo de las zonas afectadas por la radiación (las conocidas “zonas de exclusión”), ha permitido que sean recolonizadas por la fauna y la flora. Gracias a ello, se han desarrollados ecosistemas complejos con especies que son normalmente eliminadas de los entornos humanizados, como es el caso del lobo y otros grandes depredadores. De esta forma, las zonas contaminadas por radiación se convierten en una suerte de refugio natural a prueba de humanos.

También es habitual asociar el termino desastre ecológico a los vertidos de petróleo por lo impactante de las imágenes que conllevan. Icónico es el famoso caso del buque Exxon Valdez, que con su encallamiento asoló dos mil kilómetros de costa en Alaska matando a cerca de 250.000 aves y cuyos efectos son todavía constatables treinta y dos años después.

Sin embargo, las 37.000 toneladas de crudo vertidas entonces, resultan casi “ridículas” si las comparamos con las casi 600.000 toneladas vertidas en el golfo de México por la Deepwater Horizon. Esta plataforma perforadora estalló en 2010 provocando el mayor vertido accidental de la Historia, tan solo superado por la quema de campos petrolíferos durante la Guerra del Golfo en 1991. Se estima que, durante ese evento bélico, la ley de tierra quemada aplicada por Sadam Hussein en su retirada de Kuwait podría haber vertido más de 1.500.000 de toneladas de petróleo. La magnitud de aquel desastre le ha valido el calificativo de la madre de todos los vertidos.

Pero cuando se trata de vertidos, éstos no solo se circunscriben al petróleo. En España, todos recordamos el desastre de Aznalcóllar que puso en jaque al Parque Nacional de Doñana al llenar de metales pesados uno de sus afluentes. Aquel incidente fue provocado por la ruptura de una presa que contenía residuos mineros, y es que este tipo de incidentes, aunque en menor escala que los vertidos petrolíferos, es también frecuente. Sin ir más lejos, en los últimos seis años han ocurrido dos rupturas de presas mineras en Brasil.

Curiosamente, ambas en concesiones de la misma empresa, Samarco Mineração S.A. En 2015, una mina de esta compañía vertió 50 millones de metros cúbicos de aguas contaminadas al rio Doce arrasando 600 km de esta cuenca y su estuario asociado. Algunas especies de invertebrados simplemente desaparecieron del río en tan solo tres días. Apenas cuatro años después y en la misma región brasilera, reventaba la presa Brumandinho dejando 300 personas desaparecidas y decenas de localidades sin agua potable. Los daños ambientales son difíciles de calcular, pero fáciles de imaginar.

El caballo de Atila no siempre va al galope.

Las catástrofes ecológicas causadas por el ser humano no siempre ocurren repentinamente como la ruptura de una presa o el encallamiento de un buque. En otras ocasiones se necesitan años, incluso décadas de acción antrópica constante para destruir por completo un ecosistema. Es bien conocido, por ejemplo, el caso de deshielo de los polos o la gran isla de basura del Pacifico que ocupa ya 1,6 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivale a tres veces el tamaño de Francia.

La agricultura intensiva es otro de los grandes generadores de catástrofes ecológicas cocinadas a fuego lento. A mediados de los 50, la URSS decidió multiplicar por dos las hectáreas cultivadas en Asia central utilizando especies con altos requerimientos hídricos como el algodón y el arroz. Para ello se construyeron canales en la cuenca del río Amu Daria y otras circundantes. Estos canales, suficientes por sí mismos para vaciar la cuenca de este río, eran, para más inri, completamente defectuosos y se estima que el agua que se desperdiciaba por el camino superaba el 70% de la total que se canalizada. La consecuencia directa más conocida de esta “proeza de la ingeniería hidráulica” fue la desecación del Mar de Aral, que ha perdido 60.000 hectáreas de superficie y el 80% de su volumen.

El Mar de Aral antes (1989) y después (2014) del desastre ecológico que conllevó su desecación. Fotos: NASA (dominio público).

Pero además, otros tramos del Amu Daria y su desembocadura se han visto desecados. Todo ello ha provocado una grave desertificación en la zona, generando tormentas de arena cargada de sal que, a su vez, provocan la salinización de terrenos situados hasta 200 km de distancia. Esta debacle por supuesto ha tenido sus consecuencias para la salud humana como cuenta Isabel Coixet en este documental. Veinte años antes de la tragedia del Aral, en las grandes llanuras del centro de EEUU, la roturación masiva y agresiva de suelos pobres convirtió una vasta superficie de terreno en un inmenso cuenco de polvo (Dust bowl). Las sucesivas sequías (agravadas por la propia roturación) provocaron tormentas de polvo que desertificaron 400.000 kilómetros cuadrados y obligando a emigrar a millones de familias campesinas. Este drama humanitario fue brillantemente relatado en la famosa novela Las uvas de la ira.

Más allá de las grandes roturaciones o el desvío de caudales hídricos, otra de las grandes características de la agricultura intensiva es la sobrefertilización del terreno, lo que provoca grandes impactos, especialmente cuando esos nutrientes llegan al agua. El ejemplo más perturbador quizás sea el ocurrido en la zona del Golfo de México, donde el exceso de nutrientes en la cuenca del rio Mississippi ha provocado la anoxia (falta de oxígeno) de más de 15.000 kilómetros cuadrados de mar en torno a la desembocadura del río, donde la vida vegetal o animal es prácticamente inexistente. Para hacernos una idea de la magnitud del desastre, el área afectada supondría dos veces la superficie de la Comunidad de Madrid. El efecto de la fertilización excesiva es especialmente patente cuando las cuencas no vierten al mar sino a un lago interior. Un ejemplo asombrosamente rápido es el de Salton Sea, en California.

Este lago se originó en torno al año 1.900 debido a una crecida delrío Colorado que superó las estimaciones humanas y rompió los diques de contención circundantes. Este fenómeno, que a priori podría parecer positivo, pronto se volvió una auténtica pesadilla. En tan solo 70 años se generó alrededor de este nuevo oasis en medio del desierto todo un complejo de urbanizaciones vacacionales y cultivos intensivos que vertían sus desperdicios y exceso de fertilización al propio lago. Al ser un lago relativamente artificial, no tenía salida al mar o retorno al río, por lo que todos los contaminantes vertidos por el turismo y la agricultura se fueron acumulando hasta generar un charco de aguas fétidas y salobres donde la vida fue poco a poco desapareciendo y al cual ya nadie quiere ir a veranear.

Atila y su caballo a las puertas.

Resulta aterrador comprobar las similitudes que existen entre el caso de Salton Sea y lo que otrora fue una de las joyas ecológicas de la península Ibérica: el Mar Menor. Este enclave es la albufera (laguna salobre con comunicación con el mar) más grande de Europa y de las mayores de todo el Mediterráneo. Sus condiciones naturales constituyen un hábitat único, capaz de generar sus propias comunidades vegetales y animales diferenciadas de los ecosistemas circundantes, tanto el marino como el terrestre. Sin embargo, el paraíso se está volviendo poco a poco un infierno similar al de Salton Sea. Primero fueron las urbanizaciones turísticas en la Manga del Mar menor, un sistema dunar virgen de 21 kilómetros de longitud que quedó completamente arrasado por el boom inmobiliario asociado al turismo de los años 70 y cuyos vertidos, qué duda cabe, acabaron en el Mar Menor y el Mediterráneo. Más tarde, a finales del siglo XX y a la sombra del trasvase Tajo-Segura, la intensificación agrícola que convirtió cientos de hectáreas de secano al regadío en el campo de Cartagena, muchas de ellas de forma ilegal, terminó por colapsar la resiliencia de la albufera. Los vertidos cargados de nutrientes y salmuera de este aberrante modelo agrícola han eutrofizado el ecosistema lagunar hasta convertirlo en un caldo moribundo.

Peces y crustáceos muertos a las orillas del Mar Menor. Fotografía: ANSE

Desde hace varios años se vienen repitiendo durante la época estival una mortandad masiva tanto de vertebrados como de invertebrados debido a episodios de anoxia recurrentes. Éste es un claro síntoma de que el Mar Menor está llegando a su límite y de que, pese a su gran capacidad para amortiguar los impactos humanos, ya no puede encajar más golpes. Ciertamente, es importante plantearse cómo se ha llegado hasta aquí y quiénes son los responsables. Sin embargo, la premura del momento es tal, que urge tomar medidas drásticas a nivel político y social. La sociedad civil no puede permitir que los miedos electoralistas y la visión cortoplacista de nuestro sistema administrativo abandonen a su suerte a nuestro patrimonio natural, condenándolo a la destrucción y privando a las generaciones futuras de los valiosos servicios de los ecosistemas que éste provee. Es necesaria una transformación radical del sistema agrícola en el entorno de la laguna y pese a lo que algunos intentan trasmitir, esto no significa acabar con la agricultura de la región. Pero inevitablemente, el número de hectáreas en regadío deben de disminuir y las especies cultivadas se deben adaptar a una disponibilidad hídrica menguante, que irá a más en el actual contexto de cambio climático.

Existen decenas de ejemplos de lo que ocurre cuando sobreexplotamos los recursos y, pese a todas las evidencias científicas que acumulamos, persistimos en nuestros errores. Nuestra sociedad es un caballo desbocado del que solo nosotros mismos podemos tomar las riendas para evitar que por donde pase, no vuelva a crecer la hierba.

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